La Neurosis de los Hombres Célebres en la Historia Argentina

Adaptación: Martín Seijo
(sobre tres capítulos del libro de Ramos Mejía)

Texto presentación:
Foto de ensayo. Fontes y Olabe pasando letra

“En el año mil ochocientos setenta y ocho, el doctor José Ramos Mejía publicó La neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, completísimo tratado sobre las neuropatías que padecieron próceres argentinos como Juan Manuel de Rosas, Guillermo Brown o Bernardo de Monteagudo, entre otros. Esta tarde, aquí, en Sala Escalada, con motivo de conmemorarse el centésimo quincuagésimo noveno aniversario del fallecimiento del General Don José de San Martín, la Compañía de Funciones Patrióticas presenta su versión de aquel libro y de los hechos que motivaron su particular escritura”.

Himno a cargo de Leandro Ibarra.

Obra:

ALTA VOZ: Habitación de un neurosiquiátrico en condiciones ruinosas. A falta de una cama, una camilla, a la cual se encuentra amarrado Bernardo de Monteagudo. Abogado, periodista y político, a grandes rasgos se podría decir que Monteagudo fue para el General San Martín lo que López Rega para el General Perón. Sádico, histérico, veleta, se destacó por sus conocimientos en botánica erótica y su habilidad para relatar leyendas fálicas. ¿Homenajes? Una calle de Parque Patricios lleva injustamente su nombre. No mucho más.

Ruido de llaves. Entran el doctor Ramos y Juana, una residente.

RAMOS: Adelante, no tenga miedo, que éste no muerde. (Toma una planilla que está sobre el paciente.) ¿Qué tenemos acá? A ver… (leyendo la planilla) habitación 304, enfermo: Bernardo de Monteagudo, diagnóstico: histerismo en su quinta forma. Bien, defina esta clase de histeria en pocas palabras.

JUANA (de memoria): La más temible por su insidia y su difícil curabilidad. Se presenta con fenómenos relativamente ligeros y permanece toda la vida en un nivel casi invariable, circunscriptos sus trastornos a las facultades morales…

RAMOS (interrumpiendo): Está repitiendo como un loro lo que dice mi libro.

JUANA: Perdón.

RAMOS: ¿Usted cree que yo espero eso de mis residentes?

JUANA: No.

RAMOS: Se equivoca, eso es lo que quiero. Que digan exactamente las mismas palabras, para eso me tomé el trabajo de escribirlas.

JUANA: ¿Sigo?

RAMOS: Sí. No. Mejor observemos la forma del cráneo. ¿Qué indicios de la enfermedad encuentra en su fisonomía?

JUANA: El óvalo de la cara es agudo.

RAMOS: Sí, como su apellido. Estoy perdiendo la paciencia con usted. Tómese su tiempo y sorpréndame con una observación precisa, por favor.

ALTA VOZ: Allí lo tienen: el doctor Ramos Mejía. ¡Un auténtico prócer argentino! ¿Homenajes recibidos? Todos los que un mortal pueda imaginar. Su nombre está inscripto de manera indeleble en calles, avenidas, ciudades, pueblos, hospitales, plazas, plazoletas, placitas, monumentos, monolitos, estatuas, estatuillas, verdulerías, carnicerías, albergues transitorios.

JUANA (insegura): ¿La frente?

RAMOS: ¿Vamos a jugar a las adivinanzas?

JUANA: Es delicadamente abovedada y espaciosa, pero sin protuberancias que llamen la atención o que le den formas salientes.

RAMOS: Bien, aunque invirtió algunas palabras del texto original, bastante bien. Escuche y aprenda. Tres rasgos característicos dominan la vida de este pobre hombre. (Acompañando el conteo con los dedos.) Movilidad excesiva de ideas. Volubilidad de sus sentimientos y afecciones…

JUANA (adelantándose a Ramos): Y extremada excitabilidad genésica.

RAMOS (ofendido): No me interrumpa.

JUANA: Como la Grasser.

RAMOS: ¿Qué?

JUANA: Ese famoso caso de histeria, ¿lo recuerda doctor?

Foto de ensayo: Valdez anatómico
RAMOS: Por supuesto.

JUANA: Según las necesidades del momento, la Grasser se manifestaba tranquila o furiosa, loca, muda, alucinada, poseída del demonio, débil de espíritu o reumática, mentirosa, falso testigo o ladrona, dando prueba de la energía más rara, del descaro más grande, y de la inteligencia más vivaz. Y así logró durante diez años engañar a los magistrados más experimentados y pasar alternativamente de la cárcel correccional al hospital de locos, del hospital de locos a la prisión y de ésta a la casa de fuerza, convulsionando a todos los franceses.

RAMOS (enojado): No ocurrió en Francia. Eso es muy propio de los ingleses.

JUANA: La Grasser no era anglosajona.

RAMOS: Lo era. Y no es un dato menor.

JUANA: Tengo memoria fotográfica. El libro donde leí el caso decía…

RAMOS: Inglaterra, querida, Inglaterra. Insisto, no es un dato menor.

JUANA: ¿Realmente la raza es una variable que deba tenerse en cuenta para diagnosticar el histerismo?

RAMOS: Y el clima también. A Monteagudo el sol tropical y la vegetación lujuriosa, que habla tanto a los sentidos con sus invitaciones eróticas y sus ensueños lascivos, le terminaron por modelar el carácter. Por supuesto, también fue determinante para su enfermedad la vocación política en combinación nefasta con la época de las independencias. Todos los políticos son neuróticos incurables, pero se vuelven aun más peligrosos cuando les toca en suerte vivir en plena tormenta de revoluciones.

JUANA: ¿Tormenta de revoluciones?

RAMOS: Y si son mujeres, todo se eleva a la enésima potencia.

JUANA: Disculpe, no estoy de acuerdo.

RAMOS: No me importa si acuerda o no con mi postura. Igual se la va a tener que aprender si pretende progresar en esta profesión. (Acosador.) Porque me imagino que eso es lo que más desea, ¿no?

JUANA (temerosa): Sí.

RAMOS (al oído): No parece.

JUANA: Fervientemente.

RAMOS: Es verdad, debo reconocer que la histeria, si bien ha sido por mucho tiempo erróneamente considerada como patrimonio exclusivo del sexo femenino, también puede atacar al hombre bajo las mismas formas y con sus mismos estragos irreparables, prueba de ello es Monteagudo, pero nunca jamás de una manera tan pero tan frecuente y bulliciosa como lo hace con la mujer. ¿Está de acuerdo?

JUANA (resignada): Sí. Ahora sí.

RAMOS: Pasemos a hablar de terapéutica. Mucho antes de ser internado, cuando acompañaba a Bolívar, los oficiales juran haber visto a Monteagudo dirigirse presuroso a los fríos torrentes de la Cordillera donde, sentado sobre unos peñascos, se dejaba bañar por aquellos raudales helados. El agua fría, cualquiera que sea el procedimiento aplicado, cubiertas mojadas…

JUANA: Inmersiones.

RAMOS: En este caso, ¿es un sedativo directo o, por el contrario, un excitante de su erotismo cerebral?

JUANA: Sin dudas la hidroterapia es un agente estimulante. Además, provoca urticaria.

RAMOS: Forúnculos. No me haga acordar. (Le muestra las marcas de los forúnculos.) Los primeros meses los dediqué incansablemente a curarle esos horribles forúnculos para evitar una infección generalizada.

JUANA: Tengo entendido que el paciente…

RAMOS: El enfermo.

JUANA: Sí, disculpe, escuché que el enfermo solía abusar de la ingesta de café. No hay, según ha dicho Trousseau…

RAMOS: Trusó.

JUANA: Trousseau.

RAMOS: Trusó.

JUANA (ofuscada): Bueno. Trusó dijo que no hay anafrodisíaco que sea capaz de reducir a la impotencia más absoluta.

RAMOS: Es entendible ese manotazo de ahogado por parte de Monteagudo. Sus nervios, de tantos y tan repetidos sacudimientos, clamaban, aguijoneados por el instinto, un sedante que consuele aquellos órganos fatigados por la usura.

JUANA: ¿En qué consiste el tratamiento que le está aplicando?

RAMOS: La Justicia no me permite caparlo, lo cual sería lo más barato y sencillo. Hice un pedido debidamente fundamentado ante los tribunales, pero los letrados me demostraron una vez más que no entienden nada de neuropatías. Ellos creen que el sistema puede recuperar a este tipo de enfermos. Así que me veo obligado a entretenerme probando diversas técnicas. Estoy buscando que Monteagudo desarrolle un trauma tan traumático que lo lleve al punto de aborrecer todo aquello que esté directa o indirectamente relacionado con la fase sexual de su vida, lo cual ayudaría a apaciguar en gran medida el ardor excesivo de su sensualismo intemperante y (haciéndose el sexy) sediento.

Suena el celular del doctor. Le pasa la planilla a su residente.

RAMOS: Instrúyase un poco, mientras atiendo este llamado. (Atiende.) Hable. Muy bien, voy de inmediato, así le damos la medicación. (Corta.) Están listos los dardos tranquilizantes para Rosas. Yo soy el único en este nosocomio que tiene buena puntería con la cerbatana. Quédese acá que vuelvo en seguida. Ah, si Monteagudo despierta, no lo desate aunque se lo pida encarecidamente. Hace mucho que no ve a una mujer. Eso puede reavivar su instinto de sátiro ebrio.

JUANA: No se preocupe.

Sale el doctor. Juana empieza a desatar desesperadamente a Monteagudo. De su bolso saca un vaso térmico y le da café a Monteagudo, quien despierta sobresaltado.

ALTA VOZ (mientras Juana realiza esas acciones): ¿Quién es, en realidad, esa mujer? Se llama Juana, como Azurduy. Es una extrañísima mezcolanza de mujeres que hicieron historia: el romanticismo de Camila, la valentía de Eva Duarte, la idiotez de Isabelita, la corrupción de María Julia, la soberbia de Cristina, y, por qué no, también, la exuberancia de una Monumental Moria.

JUANA: ¡Qué injusta es la Patria con sus prohombres! ¿Qué te hicieron, Berni? ¿Cómo terminaste en manos de ese psicópata de Ramos? ¡Vamos, despertate! (Le da más café.) Tomá, el café te va a recomponer. (Lo ayuda a beber.) Eso, así. (Deja el termo. Monteagudo despierta. Juana se entristece.) Estás cambiado. Ya no tenés esa figura arrogante, de una belleza estatuaria. Tus ojos parecen estar muertos, animados por una luz que tiene mucho de siniestra.

MONTEAGUDO: ¿Quién sos?

JUANA: Una de tus admiradoras.

MONTEAGUDO: ¿Dónde nació esta admiración?

JUANA: En Lima y acá, en Buenos Aires, durante las grandes funciones de la iglesia de los días patrios. Vos esperabas que las naves de los templos estuvieran cuajadas de esas hermosas mujeres que masturbaban tu imaginación, para entrar pavoneándote, acariciado por las nubes de incienso que, mezcladas al olor de las mil flores que perfumaban el ambiente, y al efluvio de aquellos (llevando las manos de Monteagudo sobre sus senos) estos senos trémulos que tanto prometían a tu tenebrosa impureza, estimulaban tus sentidos conmoviendo con caricias lascivas hasta la más humilde fibra de tu carne.

MONTEAGUDO: ¡Guau! Eso sí que es admirar a alguien. Aunque no se note, me puse colorado.

JUANA (de pie, representando): Recuerdo tu paso teatral, lento, mesurado, excitante. ¡Mi Julio César, mi Tiberio, mi duque de Orleáns! Vine a liberarte para que habitemos por siempre en un lecho de nardos, mandrágoras y valerianas.

MONTEAGUDO (interesado): ¿Leíste mi diccionario de botánica erótica?

JUANA (saca un libro de su bolso): De la A a la Z.

MONTEAGUDO (mientras hojea el libro): Hubiese tenido más éxito si lo publicaba con una orchis odoratíssima de regalo, pero ninguna editorial quiso costear el embarque desde la Europa Boreal.

JUANA: Una verdadera pena. Esas cosas tendría que hacerlas el mismísimo Estado. Una política para mejorar el sexo de los ciudadanos.

MONTEAGUDO: Las sociedades, y ésta en particular, son medio pacatas. Aunque el voto ahora es secreto, muy pocos se animarían a votar a un legislador que propusiera semejante proyecto de ley.

JUANA: Tenés que alejarte de la vida pública, Bernardo. No te trajo más que desgracias. Dedicate por entero a mí. Prometo hacerte feliz. ¡Vamos!

MONTEAGUDO (yendo a sentarse al inodoro, con el libro): No tengo nada bueno para darte. Me lo sacaron todo. Ese enfermero que viene todas las noches acompañado del Doctor Ramos está haciendo muy bien su trabajo. Yo ya no grito. Lo dejo hacer. A veces, lo ayudo con alguna caricia estratégica, así termina su labor más rápido. Pero últimamente ni eso.

JUANA (asqueada y algo shockeada por la confesión, tarda en reaccionar): Igual nos tenemos que ir cuanto antes. Cambié los dardos que utilizan para dormir a Rosas.

Foto de ensayo: Olabe con Ibarra
MONTEAGUDO (poniéndose de pie, dejando el libro): ¿Juan Manuel? Él también está acá.

JUANA: SÍ. En este momento, Ramos debe estar entrando a su cuarto pensando que lo durmió como a un león del zoológico. Rosas no va a detenerse hasta matar a todos los que estén en este edificio y alrededores. Tenemos que aprovechar el caos para escaparnos, de lo contrario, vamos a terminar engrosando la lista de sus desgraciadas víctimas.

MONTEAGUDO (acariciando a Juana): Durante años esperé que alguna de mis admiradoras viniera a mi rescate. Hoy finalmente vino la menos pensada y deseada por mí. Habrá que conformarse con lo que hay. No te aseguro fidelidad ni hijos, mucho menos amor.

JUANA (ofendida): Nada de eso quiero.

MONTEAGUDO: Sí, eso dicen todas y después te piden que les hagas un pibe…

JUANA: No es la dulce e íntima fruición del alma enamorada la que me apega tanto a alguien como vos, (se acuesta sobre la camilla y abre las piernas) sino el apetito brutal, el contacto practicado de una manera abusiva.

MONTEAGUDO: En mi condición actual, eso tampoco te lo puedo prometer.

Juana abre el libro, saca una flor seca y se la muestra a Monteagudo.

MONTEAGUDO: ¿Es una orchis?

JUANA: Tengo más en mi jardín. ¿Venís o te quedás?

MONTEAGUDO: Voy.

JUANA (dándole la flor): Me llamo Juana.

MONTEAGUDO: Encantado.

Ruido de llaves. Juana y Monteagudo retroceden alarmados. Entran a la habitación Rosas, con la cara tapada por una máscara estilo Hannibal Lecter, Brown y el doctor Ramos, este último en calidad de rehén, imposibilitado de moverse por culpa de Brown.

BROWN: ¿Nos vieron entrar?

ROSAS: Creo que no.

BROWN: ¡Estamos atrapados!

ROSAS: Ellos van a estar buscándonos afuera. Este es nuestro mejor escondite, hasta que nos organicemos. Subilo a la camilla.

BROWN: ¿Monteagudo?

MONTEAGUDO: Almirante, ¿cómo está?

BROWN: ¿Cómo estoy? ¿Por qué me hace esa pregunta? ¿Insinúa acaso que estoy mal?

MONTEAGUDO: Perdone, no fue mi intención.

BROWN: ¿Qué hace con esa flor?

MONTEAGUDO: Ella me la regaló.

BROWN (a Juana): ¿Quién es usted?

JUANA: ¿Yo?

BROWN: ¿Por qué me mira así?

ROSAS: No es nadie, trabaja acá. (Por Ramos.) Dale, subilo así lo atamos.

BROWN (mientras hace lo que le pidió Rosas): ¿Qué plan tenés en mente? ¿Quién me manda a confiar otra vez en vos?

ROSAS: Soy el único que reconoce todas y cada una de tus hazañas en alta mar.

BROWN: Noto cierta ironía en tus palabras.

ROSAS: Para nada.

BROWN: No te creo.

ROSAS: Estás un poco paranoico, Brown.

RAMOS: ¿Un poco? Sufre un delirio persecutorio extremo.

ROSAS (le pega a Ramos): ¡Cállese! (A Brown.) Fijate si viene alguien. (A Ramos.) Si grita, le juro que lo mato.

RAMOS: Igual vas a matarme. Esa fue siempre tu manera de resolver las cosas.

BROWN (desde la puerta): ¡Shhh! Se escuchan corridas.

RAMOS: ¡Acá! ¡Auxilio!

Rosas le tapa la boca. Silencio.

ALTA VOZ: Según Ramos Mejía, Rosas sufría de locura moral. ¿Qué significa esto? Que estaba poseso de un impulso asesino. Que de niño torturaba animalitos indefensos. Que solía quitarle la piel a un guau guau y lo dejaba morir lentamente. Que sumergía en un tacho de alquitrán a un gatito y le prendía fuego. Que sacaba los ojos a las aves y después se divertía viendo como se estrellaban contra los muros de su casa. Estamos hablando de la misma persona que, ya adulto, fue capaz de negarle la extremaunción a su mujer, Encarnación, pretextando que no era conveniente que hablara a solas con un sacerdote porque podía confesarle los secretos más oscuros de la Santa Federación. Recién cuando Encarnación murió, la bestia de Rosas llamó a un clérigo para que administrara el sacramento, y ordenó a uno de sus bufones que se escondiera debajo de la cama de la difunta, para simular, con voces y movimientos, que ella aún seguía viva.

BROWN: Se fueron.

ROSAS: Tenemos que irnos ya.

BROWN (por Juana, a Rosas.) Esta me sigue mirando torcido. Matala por insolente.

ROSAS: Nos conviene tener rehenes, por si se complica la fuga.

MONTEAGUDO: ¿Yo cómo tengo que considerarme? ¿Libre o rehén?

BROWN: Rehén. / ROSAS: Libre

ROSAS (acercándose a Monteagudo para saludarlo): Los amigos de San Martín son mis amigos.

BROWN: También fue amigo de Carlitos de Alvear. Y de José Miguel Carrera, de cuyos hermanos fue su verdugo implacable.

ROSAS: Habrá tenido sus razones.

JUANA: Sin dudas las tuvo. Los hermanos Carrera estaban conspirando en su contra.

MONTEAGUDO: Gracias, puedo defenderme solo.

BROWN: Apoyó la monarquía, la aristocracia, después la revolución, fue demócrata, cesarista, nuevamente monárquico, todo casi al mismo tiempo. Nunca se sabe para dónde mutará su pensar. Es un traidor consumado, no podemos confiar en él.

ROSAS (paternal, carismático, mediador): Bueno, bueno, yo no soy el más indicado para reprocharle a Monteagudo sus oscilaciones ideológicas. Cuando se trata de política, mi estimado Brown, no es conveniente que el pensamiento y la acción sigan siempre el mismo camino sino uno se termina volviendo muy predecible para sus enemigos.

MONTEAGUDO (después que Juana le susurra): Sabias palabras.

BROWN: No, eso no está bien.

ROSAS: Para un marinero como vos, que está acostumbrado a ir únicamente hacia donde le marque la brújula, debe resultar difícil entender esto. Yo mismo, por ejemplo, fui federal por convicción pero unitario por necesidad. Lo hice para acercar a unos con otros. Fue mi sacrificio en aras de la unidad nacional y para que mi cara aparezca algún día en un billete o en una estampilla, debo confesarlo.

RAMOS: Me sorprendés, Rosas. Ahora me vengo a enterar que, en el fondo, sos un pacifista. Lástima que acabo de presenciar como mataste a dos de mis enfermeros.

ROSAS (pegándole): ¡Cállese le dije!

BROWN (sugiriendo algo oscuro): Monteagudo pidió la ciudadanía chilena a cambio de importantes servicios. ¿Qué decís? Eso es imperdonable.

JUANA: Y no se la quisieron dar, así que sigue siendo totalmente argentino.

MONTEAGUDO: ¡Basta! Yo no contraté a una abogada.

ROSAS: No me parece mal tomar contacto con otras tierras y enamorarse de sus encantos. A vos te pasó.

BROWN: Pero yo era un niño cuando tuve que dejar mi querida Irlanda. En cambio, su intento frustrado de autoexilio tuvo motivos verdaderamente oscuros.

ROSAS: Lo que demuestra esta conversación, en definitiva, es que la Patria no es algo tan importante. A mí, además de ser el gran gobernador de Buenos Aires, me hubiese gustado ser un lord inglés.

BROWN: ¿What?

ROSAS: Cierto, perdón, no te quise ofender, Guillermo.

BROWN: Hasta aquí ha llegado nuestra sociedad. Soy irlandés y usted, señor Rosas, desea convertirse en aquello que odio con todas mis almas. Permiso.

ROSAS: No des un paso más.

BROWN (desafiante): ¿Qué vas a hacer? Fui tu Almirante. Luché por tu causa.

ROSAS: Y eso tuvo efectos que te agradezco, pero en este sitio vos no sos Brown y yo no soy Rosas. No podemos darnos el lujo de ser leales, como antaño.

BROWN (más desafiante): ¿Quiere decir que si yo abro esa puerta e intento traspasar su marco, me vas a matar?

ROSAS: No me dejás otra opción. Pondrías en peligro mi fuga. Y la de Monteagudo.

BROWN: Bueno, entonces… (reculando) me quedo.

Foto de ensayo: Baseggio, Fontes y Valdez
ROSAS (carismático): Lo que para Ramos son enfermedades, para mí son grandes virtudes. Por eso todavía no me fui de este averno de la medicina y vine a rescatarlos. Lo pensé todo en segundos. Con su magnetismo, Monteagudo será la punta de lanza que abrirá las puertas que hoy tenemos cerradas. Y vos, Guillermo, en alerta permanente, serás el mejor guardián de nuestras frágiles espaldas. Entre ambos, estaré yo, con mi innata capacidad para ejecutar. En esta patriada estamos solos. No podemos contar con la ayuda de nadie.

JUANA: Afuera alguien tiene que acordarse del servicio que le dieron a la Patria.

MONTEAGUDO: No, nadie reconoce eso, Marta.

JUANA: Juana.

MONTEAGUDO: Sí, sí, Juana. Como decía Sócrates: “Los que sirven a la Patria deben contarse felices si antes de elevarles altares no les levantan cadalsos”.

JUANA: Pero Brown tiene una imagen positiva en la opinión pública.

ROSAS: Hay quienes no le perdonan el haber trabajado bajo mis órdenes. Su vida está escindida en dos partes. La primera es la que ellos ponderan.

BROWN (para sí): ¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?

ROSAS: La otra parte es la que necesitan castigar. Por eso él está así.

BROWN: ¡Los ingleses! ¡Me quieren envenenar! (Atacando a Ramos.) ¡Y usted, Ramos, es la serpiente mayor, el envenenador en grado supremo!

RAMOS: ¡Yo no soy inglés!

ROSAS (separa a Brown con la ayuda de Monteagudo): ¡Tranquilo, Guillermo!

ALTA VOZ: Guillermo Brown nació en Irlanda, país que tuvo que dejar de niño por culpa de los invasores ingleses. Su historia continuó en Filadelfia, donde al poco tiempo quedó huérfano. Por suerte, un capitán se apiadó de él y lo subió a un barco para que trabajara de grumete. Luego de viajar por todo el mundo y escapar varias veces de prisión, Brown arribó a esta tierra que ahora llamamos Argentina. Su salud mental ya estaba severamente dañada. Cualquier palabra o sonido que se profiriera a distancia abría a su imaginación asustadiza todo un horizonte de maquinaciones y complots. El ruido del martillo era para él señal más que evidente de que algún enemigo estaba trabajando en su ataúd. Jamás habitaba dos noches bajo el mismo techo y no aceptaba comer dos veces en el mismo plato. A pesar de su paranoia, o gracias a ella, ¿quién sabe?, Brown llegó a ser Almirante Brown.

JUANA: ¿A qué tratamiento está sometiendo a Brown?

RAMOS (con miedo, justificándose): La cura consiste en meterlo dentro de una habitación en cuyas paredes están diseminadas más de cincuenta mirillas. La finalidad es que el enfermo se sienta hiperobservado y se vaya acostumbrando por demolición a la mirada del otro. El tratamiento se encuentra aún en su fase experimental, pero estamos obteniendo buenos resultados, ¿no?

BROWN (se abalanza sobre Ramos, pero Rosas y Montegaudo lo detienen): ¡No!

JUANA: ¡Es un demente!

RAMOS: Más respeto porque te pido el traslado a la Quiaca.

ROSAS: Usted no está en condiciones de pedir nada.

JUANA: Y a Rosas, además de ponerle ese bozal, ¿qué otra cosa le hace?

ROSAS: Me acusa de caníbal, el muy perro.

RAMOS: En apenas un año, mordiste a más de veinte enfermeros.

ROSAS: Morder no es lo mismo que masticar. Muerde el que está desesperado, mastica el que tiene hambre. Yo no tengo hambre. Yo estoy desesperado.

RAMOS: A las bestias se las domestica a fuerza de azotes. Por su bien, eso es lo que hacemos con Rosas todos los días.

ROSAS: Y eso es lo que voy a hacer con usted afuera, hasta que me tiemble la mano.

MONTEAGUDO: Que yo sepa, nunca te tembló.

ROSAS (se quita la máscara): Entonces, no voy a parar hasta que se muera del dolor.

RAMOS: Si nos tranquilizamos, a lo mejor, quizá, no sé, podemos encontrar una solución que deje satisfechos a todos.

ROSAS: ¿Alguno está dispuesto a perdonarlo?

BROWN: Ni loco.

ROSAS: ¿Monteagudo?

MONTEAGUDO: No tiene perdón.

BROWN: ¿Y con ella qué hacemos? Yo la mataría ahora mismo. Así le damos un escarmiento a los seguidores de Ramos.

JUANA: Esperen, esperen, no soy su estudiante. Por favor, Berni, explicales.

MONTEAGUDO: ¿Qué tengo que explicarles, Susana?

JUANA: ¡Juana! Mi nombre es Juana. Y vine a rescatarte, soy tu admiradora.

BROWN: Es una trampa. (Toma el termo y huele el contenido.) ¿Esto es tuyo?

JUANA: Sí.

BROWN: Tiene veneno.

JUANA: No. Bernardo tomó café y sigue vivo.

BROWN: Puede ser un veneno con efecto tardío o no bebió una cantidad suficiente.

MONTEAGUDO: ¡Hija de puta!

JUANA (desesperada, implorando a Rosas): Yo cambié los dardos, eso explica que usted esté despierto.

RAMOS: ¿Cómo?

Foto de ensayo: Valdez, Fontes y Baseggio
JUANA: Le juro que digo la verdad.

ROSAS (a Monteagudo): ¿Es cierto?

MONTEAGUDO: No sé.

BROWN: Ante la duda, mejor matala. Soy especialista en fugas. Por experiencia, te digo que dos rehenes es demasiado peso para tres fugitivos como nosotros.

ROSAS: Sí, tenés razón. Ramos vale mucho más que esta chiruza.

JUANA: Esperen. Afuera van a necesitar ayuda de alguien para reescribir la historia. No sé, una secretaria, una espía, una amante… ¡una compositora! Puedo escribir un himno para cada uno de ustedes. Puedo ser su Vicente López y Planes, su Blas Parera, todo en una. De hecho, a vos, Bernardo, ya te escribí tu marcha reivindicatoria. Escuchen. (Saca de su bolso un papelito arrugado. Canta.)

Monteagudo, Monteagudo,
Monteagudo no es un hombre rudo.
Sus encantos, sus encantos,
Descarados, suelen ser non sanctos.

Supersexual, hipersexual, supersexual, hipersexual,
Metrosexual del siglo diecinueve.
Fue tan sensual, es tan sensual, fue tan sensual, es tan sensual,
Confieso que mi corazón conmueve.

Estribillo:

¡Monteagudo, Monteagudo!
Tu buen nombre ha sido mancillado.
Pero todos quedarán helados
Cuando la historia esté ¡por fin!
/de tu lado,
Cuando la historia esté ¡por fin!
/de tu lado,
Cuando la historia esté ¡por fin!
/de tu lado.

JUANA: ¿Les gustó?

BROWN (a Rosas): Matala por desafinada.

RAMOS: No estuvo tan mal.

ROSAS: ¡Horrible!

JUANA: ¡Bernardo!

MONTEAGUDO: Lo que ustedes decidan estará bien para mí.

JUANA: Pero…

MONTEAGUDO: Disculpá, con ellos tengo más probabilidades de sobrevivir. Además, vos me quisiste matar.

JUANA: ¡No!

ALTA VOZ (este off sí lo escuchan en escena): ¡Atención! A todo el personal médico y de enfermería, se informa que escaparon de sus habitaciones dos pacientes, perdón, dos enfermos muy peligrosos. Tienen de rehén a nuestro querido director. Se solicita no abandonar los puestos de trabajo y colaborar en la captura de estos energúmenos.

Mientras se escucha el off, Brown y Monteagudo se acercan a la puerta. Rosas le tapa la boca a Ramos.

JUANA (mientras saca de su bolso una cerbatana y un dardo): Perdoná, Bernardo, pero voy a tener que hacer una modificación en tu mísero cálculo de probabilidades.

BERNARDO: ¿Qué?

Juana dispara contra Brown, quien cae inmediatamente dormido al suelo. Rosas retrocede.

RAMOS: ¡Tirale a Rosas!

Juana dispara contra Rosas, pero éste logra cubrirse detrás de Monteagudo, quien recibe el dardo y cae al suelo.

ROSAS: Mala puntería.

Corren alrededor de la camilla. Forcejean. Rosas logra quitarle la cerbatana. Juana consigue clavarle un dardo en la pierna a Rosas, que cae desmayado al suelo.

RAMOS: ¡Bien, querida! Ahora desatame. Te juro que no voy a levantar cargos en tu contra.

JUANA: Ojalá que Rosas se despierte con el tiempo suficiente para matarlo, doctor.

Juana le clava un dardo a Ramos y lo duerme.

JUANA (mientras intenta arrastrar hacia la salida a Monteagudo): No te preocupes, Bernardo. A pesar del rencor que siento por vos en este momento, igual te voy a sacar de este lugar. Necesitamos conocernos íntimamente. Estoy convencida de que me vas a terminar queriendo. Yo no te voy a abandonar como lo hicieron las otras. Sos mi última oportunidad.

ALTA VOZ: Juana no logrará salir de la habitación con Bernardo. Y éste bien podría ser el final de nuestra historia.

Se escucha la Marcha a Monteagudo.

Fotos de ensayo: Jorge Marino

Foto del Che Guevara muerto
La lección de Anatomía, cuadro de Rembrandt

Foto de ensayo